lunes, 4 de enero de 2016

El amor, Marguerite Duras

Ella se levanta. Se queda frente a él, erguida, rígida. Él tiene ante sí el cuerpo entero, el rostro, la sonrisa.
—¿No la encuentra?
—No.
Ella se sienta de nuevo.
—Siga mirando.
Ella inclina el rostro hacia adelante: se refiere al rostro. Él dice:
—Su pelo.
—Sí. —La sonrisa se acentúa. 
—Teñido.
—Sí. De negro —añade, y la sonrisa se acentúa más—. Mis cabellos negros teñidos de negro. —Ella agrega todavía—: ¿Eso es todo?
El espanto pasa; terraza, parque, lugares de espanto súbitamente. El viajero se levanta, se apoya en la mesa, ya no la mira. Ella sigue mirándole, esperando todavía la respuesta, y sonríe:
—¿Qué? ¿No ve nada más? —señala a su alrededor, la habitación, el parque, el espacio cerrado por muros y verjas, las defensas—. ¿No ve usted nada?
Él niega por señas: nada más, no ve nada más. Ella dice:
—La muerta de S. Thala.
Ella repite, ella dice:
—Yo soy la muerta de S. Thala.
Ella espera, termina la frase:
—Me he librado de ella.
Ella espera un poco más, termina la frase:
—La única entre vosotros —agrega—: La única, la muerta de S. Thala. 
Se vuelve hacia su parque, hacia su habitación. Ya no termina ninguna frase. La sonrisa está todavía allí, debajo de ésta no hay más que unos rasgos. 
Él se va. Ella le deja ir. Ella se queda allí. Allí.
Él recorre el camino del parque, abre la verja, sale.
Afuera. El espacio. Las gaviotas de la mar que cruzan.


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